Por Daniela Valerio
El cine es un arte de historias, héroes, romances y fantasía, pero también es un lugar de finales que pueden ser nuestra parte favorita, la más odiada e incluso aquella que te deja con más preguntas que respuestas, pero el día de hoy no hablaremos sobre malos finales o de suspenso. Echaremos un vistazo a los que nos dejan con el corazón rasgado porque nos encanta un final triste de vez en cuando.
A pesar de que han habido diversos filmes cuyo final fue desgarrador e inesperado para la audiencia, siempre solemos regresar a uno de los clásicos más grandes: Titanic (James Cameron, 1997).
Es una película que nos ha dado algunos de los momentos más memorables del cine al romper nuestros corazones y todas las esperanzas que creamos a lo largo de la historia pensando que nuestros dos enamorados favoritos podrían superar una de las peores tragedias vistas.
Sin embargo, y de manera muy sorprendente, ese final tan doloroso solo nos hizo espectacular aún más sobre esta cinta, pues, aunque muchas veces no lo admitamos, esos finales son refrescantes, una forma de permitirnos sentir aquello a lo que le tenemos miedo y, aunque parezca extraño, resultan muy interesantes cuando son bien ejecutados, incluso más que uno feliz o ¿acaso Titanic hubiera sido tan fantástica si todo hubiera salido bien?
Un final triste no nos encanta solo porque nos permite sentirlo, sino porque nos conecta, nos une aún más a todas esas experiencias por las que hemos pasado: el corazón roto por un romance que no funcionó, la pérdida de alguien que deseábamos nos acompañara a cada paso de nuestra vida, o cuando nos une a momentos de miedo en los que no sabemos cómo podemos sobrevivir. Los finales tristes nos permiten dar rienda suelta a sentimientos que en otras ocasiones evitamos o les tememos.
Y como hablar de estos desenlaces tan duros, desgarradores y cercanos a nuestros corazones sin mencionar la espectacular actuación de Anthony Hopkins en su más reciente filme, El padre (Florian Zeller, 2020), cinta que busca plasmar el dolor profundo de ver a un ser amados sufrir, el sentir su dolor y la impotencia de ayudar.
Todo esto contrastado con el dolor de perdernos a nosotros mismos, aquel dolor tan hondo que nos desgarra aquellas veces que lastimamos injustamente a alguien que amamos, pero nos conecta con aquello que hemos sufrido, nos hace recordar y reflexionar sobre nosotros mismos, nuestro camino y los que hemos dejado atrás.
Pero los finales tristes no solo existen dentro del romance, existen para recordarnos momentos dolorosos que hemos experimentado. Un amargo final sirve para recordar, para no perder en el tiempo aquellos momentos más oscuros de nuestra historia.
Como aquellos filmes que muestran la inocencia frente a una oscuridad inmensurable, como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) que aunque nos muestra una tristeza como ninguna otra, nos presenta un optimismo que nos hace recordar que tal vez un momento o un desenlace lleno de tristeza no es el final de todos los momentos felices.
Todos amamos ver a los héroes superar cualquier reto y a un par de enamorados contemplarse a los ojos mientras su destino se une para siempre, sin embargo, son esos finales desgarradores los que nos muestran el dolor de la vida y nos hacen recordar nuestro propia vulnerabilidad.
Los finales tristes son los que se quedan con nosotros cuando salimos de una sala de cine, los que nos muestran un balance entre el dolor y la felicidad que vendrá después, pues con cada una de esas escenas dolorosas nuestro corazón retumba con aquellas experiencias que van grabados en él, y con cada uno de ellos crecemos un poco esperando la siguiente historia y el siguiente final.
