Por Martín Félix
Alguna vez escuché una frase que reza: «si quieres saber cómo es, vive con él un mes». Es obvio que suena trillado intentar resumir esta obra bajo la ambigüedad de una frase, pero, aun así, resulta en un pretexto honorable para acercarse al enfático retrato que realiza Robert Eggers.
The Lighthouse llama la atención por sus dotes estéticos a primera instancia: su simetría en la pantalla y la escala de grises como puerto hacia lo quejumbroso de un espacio vacío, carcomido y silente. Espesura apenas rota por la incertidumbre de la naturaleza, por la extraña quietud y la aleación de dos entidades distantes en lo mental y cercanas en lo físico que han de materializar la tormenta de sus propias pesadillas.

Cimbrando los sentidos a través de la convivencia ambivalente, forzosa e intransigente que se convierte en distorsión a través de la presión, del aislamiento y la soledad. Como un cuestionamiento de la realidad en lo que vemos y escuchamos, de la percepción hacia las cosas y en mayor manera el mantener control sobre nuestros punzantes pensamientos.
Un ecosistema prolífero de la locura, de la magnificencia para perder la cordura a medida del obsoleto paso del tiempo que acaba con la esperanza y la amabilidad. Una cinta de muchas incógnitas, pero de respuestas rápidas, de mitos y creencias atroces que esconden realidades aún más insólitas que la lluvia de pútridas aseveraciones, verdades que sobresalen con el eco de la tristeza y el trastoque de la dignidad.
Profundísimo pozo escalonado hacia lo insoportable, balanceado en la debilidad de la obediencia, de la obstinación y la obsesión. Esta última de manera cuasi bizarra, acariciando la deformación del semblante humano y convirtiéndole en tangible monstruo lleno de fascinación, odio y extrañezas que revelan las reales afinidades que poseemos como personas; como seres humanos guiados por la ira, la envidia e ideas descabelladas como si fuesen el centro del dominio.

Transformando la poca y envidiada la luz en una oscuridad hostil que carcome la delgada línea entre la claridad del raciocinio y lo locuaz, de lo cierto y lo alucinante. Enfilándose hacia el caos, donde la obnubilación es el arma principal y el augurio de una falsa autoridad, termina por desquebrajar cualquier rastro de elocuencia y sentido común, bajo la tela del silencio que puede hacer de la conciencia un gran arma, una con carácter autodestructivo como mera premisa de que el hombre es y será depredador del hombre.
Explorando en buena forma los límites humanos, tanto físicos, así como los relacionados con el intelecto, al comportamiento, a la conducta, a la condición y la percepción. Jugando con la raíz de las cosas, yendo de lo general a lo muy particular, escudriñando al ser y poniendo en tela sus propios juicios y aspiraciones.
Colocándoles como cuasi escoria, aspirando al poder, uno místico y misterioso nacido de algún lugar al que desconocemos, quizá como tristes adjudicaciones provenientes de un egocentrismo combinado con la falta de autocompasión o es acaso una notoria fuerza que se guarda tras las historias paganas de la vida.

Una amorfa convivencia que duda de sí misma, incluso de no ser quién se dice ser, recordando bastante a obras como Persona (1966, Ingmar Bergman) por su representación de dos entidades como una misma, ambivalentes, pero con ciertos matices que los unen, por su capacidad de distorsión de las cosas, por el peso de las culpas ahogando la psique y el cuerpo además de esa apuntalada idea de que todo es una creación poderosa del miedo y la frustración.
De igual manera destaca por sus gestos en la técnica con sus buenos dollys y close up por mencionar algunos, el manejo del tiempo a través del filoso montaje de Louise Ford. Sus planos cercanos y detalles tanto amorfos como rápidos e insistir de nueva cuenta con su gama monocromática bajo la tutela de Jarin Blaschke como meros sazones de rareza.
Para así, al final de esa luz hipnótica que vuelca a la descarnación mutua se transforma en anhelo simple pero importante, en una especie de consuelo ante algunos errores. Pero al preponderar en ello, se converge con corrientes completamente distorsionadas del entendimiento, totalmente alejadas de toda cosa que hayamos visto; como un faro hacia lo inimaginable, lo verdadero y lo desconocido para dejar pensando en si todo aquello que vivimos es un sufrimiento que solo vive dentro de nuestras cabezas o es CIEN POR CIENTO REAL.