Por Martín Félix

Aterrizamos en la obra dirigida por Paul W. S. Anderson, el mismo que más tarde llevaría de la mano las entregas de Resident Evil. He aquí un filme noventero de ciencia ficción con tintes de terror, locura y un poco de ficción psicológica. 

Marcando entre sus interiores ese fanatismo tras el descubrimiento fuera de la tierra que se transforma en ingrata experiencia, pero, no merma de ninguna forma esa necedad por buscar en los confines de la galaxia. Estar donde nadie ha estado como premisa de poder y prevalencia a manera de impulso de nuestros egos, de la terquedad y ambición, con la intención de superar obstáculos, incluso aquellos donde se interpone la naturaleza. 

Así, Event Horizon plantea una conjetura de sucesos extraños que se amalgaman a la visión cosmonáutica. De la búsqueda de respuestas que solo nos lleva al caos, de usar la inteligencia para quebrantar lo sobrenatural, trayendo consigo destrucción y hórrido desagrado de vernos carcomidos por nuestros recelos. 

Un hábitat de figuras sospechosas, intentando jugar con las sensaciones de aislamiento, de vacío, de cierta soledad e incomprensibilidad, fluctuando la mente y generando estragos recaídos sobre la culpa, así como la responsabilidad. Impulsada por una cuasi entidad locuaz que al mismo tiempo se contrasta dentro de la lógica y lo humanamente posible, chocando constantemente con la percepción y la realidad ambivalente segregada. 

Entrando en terrenos un poco más profundos acerca de la concepción del temor personal que se fusiona a las conductas egoístas del hombre por llegar lejos, de tomar partido sobre lo que no es capaz de razonar, encontrando barreras que encarnan sus traumas más íntimos y los hace proliferar.

Un juego donde la racionalidad choca con la psicosis, de la hostilidad emocional, mermando la credibilidad de las cosas, de los sucesos sin explicación puntual, además de la existencia misma del infierno como una metáfora del resultado de las propias penurias y maldiciones. 

En otros aspectos, podemos decir que es una cinta que se arriesga y confía en sus efectos especiales que, sin ser magnánimos, resultan eficaces dentro de su moldura, trayendo también otros sesgos de algunas obras de su tipo como Alien (1979, Ridley Scott), e incluso obras más agudas como Psycho (1960, Alfred Hitchcock) The Shining (1980, Stanley Kubrick). Siendo rescatable también sus planos holandeses cómo puntos de quiebre entre sus personajes y algunos planitos detalles como reafirmación sutil futurista. 

Al final y tras haber sido un viaje sumamente entretenido, se puede decir que bajo sus capas sintetiza las aberraciones de la psique al tratar de darle forma a lo inimaginable, siendo la exclamación abierta de que somos nuestro propio principio y fin.

El abrumador pensamiento hacia la verdad absoluta, representada como un infierno prematuro, pesado y arrasador de nuestro triste razonamiento, donde quizás en algún momento podamos comprenderlo, pero el precio es sumamente alto. 

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