Por Martín Félix
Ya me había tardado en incursionar en el cine de Pedro Almodóvar y vaya que estaba dejando algo bastante interesante fuera del foco. Llegando ante mis ojos esta obra de 1999, la cual, no hay que exagerar para comprender su rubro centrado en las dolo/magnificencias de la maternidad.
Llevándola a través de una multifacética odisea trastocada en multitonos cariñosos y otros tantos con sabores a penurias. De un viaje al pasado con mucho poder a entender el porqué de algunas decisiones, de una introspección, de verse reflejado en las acciones de otros y, por supuesto, un aprendizaje, uno constante sobre el sentimiento de amor intrínseco a las mujeres.
Todo sobre mi madre es la representación del fulgor propio de la naturaleza materna que se abre ante nosotros tras una narrativa de la relación entre madre e hijo. Del cultivo de un lazo fortalecido por los años, de la felicidad propia por medio de las esperanzas y la visión de los hijos.

Formándose así esa burbuja entrañable que se quebranta tras la agonía de una pérdida. Misma que detona un recorrido atónito e incluso cruel con la intención de buscar respuestas, de darle sentido a lo que ha pasado y reencontrarse con figuras (otras personas) que den explicación alguna para tratar de hallar reafirmación y sanación espiritual que ayude a mitigar ese desbalance emocional.
He aquí Almodóvar haciendo esta travesía que se desgaja en un ambiente trivial, poco común, digamos fuera de lo cotidiano. Con personajes folclóricos que brillan con luz propia, pero también cargan consigo esa sombra gris, ya que al igual que el personaje principal también arrastran sus lastres de aflicción.
Entonces, más de allá de lo que quizá era una especie de reconstrucción, termina por ser otro ramillete de pruebas a superar, al surgir nuevas preocupaciones que irónicamente serán medicina para recobrar fuerzas, para darle distinta visión al panorama y resarcir esos sentimientos de alguna forma reprimidos. Dando cuerda a un drama tranquilo, empapado de nostalgia, no siendo estruendoso, pero sí acongojante y adolorido, de júbilo y melancolía, mismos que deben ser soportados con carácter.
Que orilla a la tristeza, pero también exigen valor y estoicismo. Es aquí, en donde el ambiente, al colmarse de otros dolores como lo son las riñas familiares, las enfermedades, adicciones o el embarazo no deseado, funge como ápices de reestructuración, entendiendo que la labor y espíritu de una progenitora no termina, no se deja, ni se abandona, pues se encuentra allí, sustentado en el amor propio, fraternal y verdadero, evolucionando para regenerar la confianza.
Todo, para arrinconar, hacía un final no esperado, lleno de momentos sollozantes, así como agridulces, de despedidas a medias y verdades sumamente lastimeras. Consagrando al amor como un eslabón muy fuerte, retornando al punto de partida pero con distintos sabores de boca y la renovada visión tras una solapa decaída pero a la vez fuerte.
Con una mentalidad nueva, pues razones ahora sobran. A sabiendas de que también lo trágico y lo doloso puede consagrar buenos frutos y que quizá, en algún punto de la vida, también la justicia venga de alguna parte para dar esperanza. La misma que mantiene unidos a quienes de verdad se sienten parte de una familia, que aunque no se es de sangre, refuerzan el cariño auténtico por medio de las experiencias y la superación, dejando como último incentivo que ser madre es una premisa para siempre.